Por: Karen Ibáñez
Chirriada hasta las puntas mínimas de cada vello, adornada con el capote de lana entregado por su amante pachavitense, se encontraba Esmeralda, una mujer libre y condenada, pero no condenada por los miserables largueros de hierro formados en columnas, sino condenada por su convicción, pues en épocas de ausencia femenina sus creencias eran eso; simples sinónimos de insumisión.
El pensar que tan anhelado sufragio dependía de una asquerosa logia de alegatos celestiales y oligarcas le causaba un guayabo tenaz. Ella y sus compañeras conocían la posición de cada uno de los miembros del palacio, entre cachiporros y godos acudían siempre al mismo argumento; las vainas del Estado no era cuestión de féminas.
El resultado fue el esperado.
En los aires resoplaba el desaliento, pero aun así la lucha apenas comenzaba.